domingo, 18 de julio de 2010

Carpintero, el hijo del arquitecto



A Mariela, feliz cumpleaños.



Así, en muchos viejos palacios habaneros, en algunas ricas mansiones que aún han conservado su traza original, la columna es elemento de decoración interior, lujo y adorno, antes de los días del siglo XIX, en que la columna se lanzara a la calle y creara […] una de las más singulares constantes del estilo habanero: esa constante es la increíble profusión de columnas, en una ciudad que es emporio de columnas, selvas de columnas, columnata infinita, última urbe en tener columnas en tal demasía, columnas que, por lo demás, al haber salido de los patios originales, han ido trazando una historia de la decadencia de las columnas a través de las edades.
fragmento

La ciudad de las columnas,



Hace 2 años, celebrábamos el cumpleaños de mi mujer en uno de los lugares del mundo donde más fácil resulta ser feliz: La Habana (Cuba). Repaso de memoria los momentos vividos en aquellos días mientras llegan a España noticias contradictorias de la isla que prefiero por un momento obviar (aunque no debería) para acercarme simplemente a la ciudad que me apasiona: la aparentemente abandonada, inacabada, parcialmente envejecida villa de San Cristóbal de La Habana, la ciudad de las columnas de Alejo Carpentier.


La arquitectura está presente en la literatura de Alejo Carpentier como no podía ser de otra manera, pues fue estudiante de esta disciplina (en 1921 preparó su entrada en la escuela de Arquitectura de la Universidad de La Habana, aunque abandona los estudios con posterioridad) e hijo de arquitecto, el francés Georges Julien Carpentier. Su madre, Lina Valmont, era profesora de idiomas de origen ruso. Mestizo y cosmopolita, como es y me gustaría que fuese mi propia familia. Muchos puntos de unión con nuestra propia vida. Al fin y al cabo, todos estamos hechos de la misma materia.


Su padre, igual que el padre de mis hijos, estaba «convencido de la decadencia europea y ansiaba vivir en un país joven». Y a Cuba se fueron.


Nacido en Suiza, creció Carpentier en una Cuba de «hombres mal nutridos, cargados de miseria, mujeres envejecidas prematuramente; niños mal alimentados, cubiertos de enfermedades».


El rastro moría al pie de un árbol. Cierto era que había un fuerte olor a negro en el aire, cada vez que la brisa levantaba las moscas que trabajaban en oquedades de frutas podridas. Pero el perro -nunca lo habían llamado sino Perro- estaba cansado. Se revolcó entre las yerbas para desrizarse el lomo y aflojar los músculos. Muy lejos, los gritos de los de la cuadrilla se perdían en el atardecer. Seguía oliendo a negro. Tal vez el cimarrón estaba escondido arriba, en alguna parte, a horcajadas sobre una rama, escuchando con los ojos. Sin embargo, Perro no pensaba ya en la batida. Había otro olor ahí, en la tierra vestida de bejuqueras que un próximo roce borraría tal vez para siempre. Olor a hembra. Olor que Perro se prendía del lomo, retorciéndose patas arriba, riendo por el colmillo, para llevarlo encima y poder alargar una lengua demasiado corta hacia el hueco que separaba sus omóplatos.


Los fugitivos, fragmento


Hoy, La Habana tiene casi dos millones y medio de habitantes, las tres cuartas partes de todos ellos tienen menos de 20 años. Ciudad de esperanza, por tanto. Ojalá que así sea, pues en cierto modo siempre fue así. Como Troya, múltiples veces reconstruida. Varias veces renacida. Ocurría con frecuencia durante el siglo XVI, cuando La Habana resurgía cada vez que era destruida por los piratas y corsarios franceses.


Y ocurrió el 1 de enero de 1959 cuando fue testigo y altavoz de la victoria de la revolución, en aquel momento la única y más grande de las esperanzas. ¿Qué ha quedado de todo aquello? No todo es blanco o negro, como dicen los medios de allá o critican los de acá.


De aquellos obligados caminares por La Habana Vieja me quedó una siempre renovada emoción al contemplar, de años en años, sus casas antiguas, sus rejas andaluzas, puertas claveteadas, pórticos barrocos, portafaroles, guardacantones y guardavecinos… Muchas páginas he escrito desde mi adolescencia acerca de La Habana Vieja “de intramuros”, con sus calles eternamente abocadas al mar, completadas en su panorama por un velamen, la proa de una balandra, la quilla de un buque, se hace ciudad de misterios, de nocturnidad, de cuchicheo detrás de persianas, de invitaciones al viaje que, con solo cruzarse el puerto, puede conducir a las suntuosas coreografías de una iniciación ñáñiga, a un encuentro fortuito con gente de otras latitudes que remozan en pleno trópico, la literatura del anhelo de evasión y del muelle de las brumas…


Un hombre de su tiempo, fragmento

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